Te despiertas una mañana y piensas que puede ser un día muy largo. Da igual que sea mediodía y sigas inmerso en la rutina diaria, todo sigue igual; nada cambia. Llegan las tres de la tarde y todo empieza a cambiar, corriendo a coger el bus de Goslar para recoger un flamante coche de seis plazas. Tendría que ser un Ford Galaxy pero nos encontramos con una Mercedes Vito casi a estrenar. Balles al volante, y aparece el primer contratiempo depósito casi vacío, dónde está la gasolinera.
Encontramos la gasolinera y un nuevo problema, después de pedir 60€ de diésel sólo le entra un euro y otros dos acaban en el suelo. Qué pasa, joder - grita Balles - el indicador del depósito va al reves que en mi coche. Problema resuelto, hubiera bastado con fijarse un poco.
Después de cuatro horas llegamos al aeropuerto de Frankfurt a recoger a nuestros compañeros de viaje: Antonio, Ruth, Esther y Lorena. Si llegamos a saber que Iberia iba a perder sus maletas, hubieramos cogido un coche más pequeño. Después de los saludos y las lamentaciones, bajamos a Frankfurt en busca del hotel. Bajo la lluvia y en mitad de la noche sólo se distinguían enormes torres acristaladas una detras de otra, también llamados rascacielos, encontramos el hotel, y nos fuimos a la cama.
Sábado por la mañana son las diez y ya estamos desayunando, uno de los mayores desayunos que he comido nunca, había un millón de cosas y como todo estaba pagado, pues probé un poquito de cada cosa. Con el estómago a reventar y sin una guía de la ciudad sólo había que ponerse de acuerdo en hacia que rascacielos debíamos ir y si lo haríamos a pie o usaríamos transporte público. Y la verdad, como comprobaríamos más tarde, erramos las dos decisiones; fuimos siempre a pie y fuimos a un rascacielos bastante alejado y nada interesante. Una vez que conseguimos hacernos con un mapa cambiamos de rumbo hacia el centro de la ciudad.
La deriva inicial nos permtió recorrer parte de un barrio residencial de Frankfurt, con sus casitas de dos pisos, de madera y muy acogedoras, se respiraba tranquilidad por aquellas calles, era Alemania, me faltaba una salchicha y una birra para una buena postal de Alemania. Entonces llegamos al centro y todo cambió. Desde que estuviera en Manhattan no había tenido aquella sensación, cuando recorres con la mirada un rascacielos una vez que llegas arriba y empiezas a bajar de nuevo la vista, un pequeño mareo recorre tu cuerpo, las piernas te fallan y sientes una angustiosa necesidad de agarrarte, por unos instantes pierdes el equilibrio; hasta que tu cerebro reacciona y le recuerda a tu cuerpo que estás en la acera y que todo ha sido una ilusión. Entonces vuelves a mirar al frente tranquilo y sin mareos, pero en un instante vuelves la cabeza y otra vez miras hacia arriba para volver a experimentar la sensación del marinero del skyline, así como un niño pequeño una y otra vez hasta que alguien te obliga a reemprender la marcha. Sigues recorriendo el centro financiero de Europa y te das cuenta que los bancos son la iglesia del siglo XXI, tienen todo el poder y lo muestran en sus catedrales verticales gigantes, pero no te ofrecen la salvación.
La zona vieja de Frankfurt, alrededor de la catedral y junto al río, es muy acogedora vuelven las plazas con casas pequeñas y llenas de colorido. Plazas bulliciosas donde los turistas se mezclan con los lugareños y con algún que otro artista callejero. La calle de los sibaritas también tenía su encanto, un espejo del capitalismo comida, ropa, joyas y políticos en campaña electoral; y todo eso en una calle peatonal de no más de 600 metros. El ayuntamiento, una ciudad más, es uno de los edificios que no hay que dejar de visitar. Seguimos bajando hasta llegar al río, entonces toca elegir el puente por donde cruzar el río Main, al otro lado me esperaba una de las grandes sorpresas de la visita. Era un mercadillo parecido a un día de feria pero sin animales, la mayor parte de los puestos estaban ya cerrando, nos pusimos a echar un vistazo y en un puesto de cds y Lps encontré una joya que no pude dejar pasar. La edición alemana original en vinilo del Ziggy Stardust de David Bowie, uno de mis discos favoritos, 8€ me pidió y ni pude regatear. Parecía un niño pequeño cruzando el puente con mi disco bajo el brazo.
Se hacía tarde y pronto tendríamos que volver a Clausthal, pero en Frankfurt la última parada siempre debe ser la sede del Banco Central Europeo, otra vez a los rascacielos pero esta vez había que subir. Tras pagar y pasar un estricto control de seguridad, cualquier cosa puede llegar a pitar, creerme hasta la que menos te puedes esperar; subimos los 54 pisos en un ascensor y los dos últimos andando. Desde tan arriba todo resulta hermoso y muy pequeño, sino fuera por el frío podría haberme quedado horas viendo la ciudad. Ahí arriba el tiempo se detenía y daba igual donde mirases porque todo era una postal inolvidable.
Después de todo un día de caminata llego el momento de regresar a Clausthal, el fin de semana sería muy largo y acababa de empezar. Atrás quedaba el motor económico de la Europa de los 25, por ahora.