Una vez más y no se cuantas van, cargando las pilas un fin de semana en Hamburgo. Un par de conciertos como excusa para hacer una escapadita y volver a sentir lo que significa vivir en una ciudad.
Así andabamos hasta que la tarde del viernes nos ofreció un par de grandes y a la vez únicos momentos. La primera, el St. Pauli, equipo de fútbol de Hamburgo, se jugaba su ascenso a segunda; una pantalla gigante y miles de personas fue lo que dejamos atrás cuando entramos al concierto de Wilco.
Bastó un segundo a la salida del concierto para confirmar el ascenso del equipo, la animosa comunidad de St. Pauli estaba especialmente exultante y en una cantidad tal que hacía dificil abrirse hueco por la calle. La comunión entre punkies, fans y putas era idílica; el ascenso del St. Pauli había sido la catarsis. El St. Pauli representa todos aquellos valores del comunismo, tanto los buenos como los malos, al menos esa es la excusa que ponen cuando acusan al equipo rival de ser neonazis y poder montarla a gusto. Sigo sin entender a aquellos que son incapaces de disfrutar del éxito sin tocarle los huevos a los que lloran su fracaso.
Aunque hay veces que los portadores del fracaso son un poco subversivos y cuando pensabamos que habíamos dejado atrás St. Pauli y la Reeperbahn con su mar de embriaguez; nos encontramos dentro del metro con un antidisturbio en cada puerta protegiéndonos de los neonazis, que ya no me daban tanta pena como antes sino mas bien acojonaban un poco.
Llegados a la parada de Sternschance nos encontramos con la última gran sorpresa, nos separan unos 200 metros de calle hasta el hostel, pero son los 200 metros más belicosos que he visto nunca. Furgones blindados, tanquetas y unos 500 antidisturbios ocupan los primeros 50 metros; los últimos 20 un grupo antiglobaliación, en medio 130 metros de la soledad que precede a la batalla. A los lados la multitud expectante, ávida de sangre y claramente posicionada con el más débil, pero con cautela no vaya a ser que en el reparto de hostias fuese a caer una.
Diez minutos después reina la decepción, todo había ocurrido muy rápido, a la voz de "os avisamos de que entraremos sin avisar" siguió un pequeño grito y los antidisturbios empezaron la marcha, despacio, muy despacio; un siguiente grito les hizo aumentar el ritmo, todos ordenados como una legión romana. La muchedumbre silbaba levemente, hasta que de pronte un destello de luz y la legión corrió hacia el objetivo; lástima que sólo quedasen unos 20 metros. Los pitos se volvieron más ruidosos, saber que las hostias no se extenderían hacia el público dio la tranquilidad a los asistentes para pasar de los pitos a los gritos anti-policía y pro anti-sistema. Lo cierto es que entre el humo las luces y sobre todo la altura de los maderos no se veía nada, pero lo que estaba claro es que no se había repartido ni una sola hostia. Menos mal que al final el típico punky pocas luces que llevaba pidiendo que lo hostiaran desde el principio nos dio el placer de ver como le caían un par de cates, muy cariñosos eso si.
Emociones "fuertes" para escapar de la tranquila rutina de Clausthal.
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